martes, 13 de marzo de 2007

Médula dulce, midiaspora dulabsurda




“Las palabras aisladas flotaban a mi alrededor; se congelaban y se tornaban ojos fijos en mí, sobre los cuales, a mi vez, me veía forzado a fijar los míos, torbellinos que daban vértigo cuando hundía la mirada en ellos, que giraban sin cesar, y más allá de los cuales no había sino vacío”.
Hofmannsthal


Oliverio Girondo apareció como cometa raudo y luminoso sobre el firmamento literario de América Latina. Su obra -como buen cometa- no es extensa, pero sí profunda. Su voz poética entierra raíces firmes que agitan la memoria.
El lector encuentra a un alquimista verbal, apasionado por la búsqueda de la verdad circundante a la que atrapa con fiereza para hundirla en el abismo que forma parte de su geografía espiritual.
Y es Girondo el que entrega –a quien se atreve a aceptar semejante obsequio- las alas, quien regala la posibilidad de volar por él ansiada.

“Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo”.

Después de leer sus versos, de explorar su paulatino desencanto, sentí como las alas crecieron un día. Aprendí a planear bajo.
Girondo me dio el vuelo, pero también la sensación de enfrentar un mundo absurdo, de querer el todo y no sólo unas cuantas piezas:

“¡Ah!, el hartazgo y el hambre de seguir esperando”.

El pesimismo corrosivo y brillante de Girondo comienza su labor agridulce. De vez en vez las alas se extienden, prestas a la aventura.

A través de trabalenguas poéticos, que juegan con el significado, con la fonética, Girondo construye versos llenos de música latente, que invitan –y he conocido a escritores norteños que se han sentido aludidos- a cantarlos como un blues dulce, poderoso.
El argentino muestra al poeta profundo, al que utiliza la palabra como juego y divertimento, como filosofía lírica. Lamento, festejo, charco de agua turbia en el que se reflejan el alma, los sueños, los deseos, las operaciones secretas del espíritu en busca de refugio.
Girondo, genetista lírico que muta el signo, lo trueca y pervierte, llega a la médula de la palabra, le arranca la realidad que lleva oculta. Desentraña su poder diseccionándola en carne viva, sin la asepsia de la mesa quirúrgica. Y deja la herida abierta, palpitante.

“qué materiales brujos
qué llaves
qué ingredientes nocturnos
qué fallebas heladas que no abren
qué nada toco
en todo”.


Después de la juventud exultante, Girondo ya no se solaza. El mundo ha perdido su condición de tierra prometida para convertirse en una Moria particular, en la que el poeta recorre su faz con paso lento, observando su tierra dramática, oscura, irreductible.

“Noctivozmusgo insomne
del yo más yo refluido a la gris ya desierta tan
médano evidencia
gorgoteando noes que plellagan el pienso
contra las siemprecontras de la posnáusea obesa
tan plurinterroído por noctívagos yoes en rompiente
ante la afauce angustia
con su soñar rodado de hueco sino dado de dado
ya tan dado
y su yo solo oscuro de pozo lodo adentro y microcosmos
tinto por la total gristenia".

Y el lector aparece, después de las revelaciones de Girondo, en calles ajenas, extrañas, pero llenas de promesas.