jueves, 12 de abril de 2018

Sergio Pitol, un escritor desierto

Viajero incansable, los ojos de Sergio Pitol aún reflejan todo aquello que contempló durante su etapa de nómada, de autor errante y prófugo de movimientos o grupos literarios. Su vista, que hoy luce cansada tras sus breves antejos, no sólo observó múltiples paisajes europeos, también las pasiones que sólo pueden ser halladas en las letras de Joseph Conrad, Ford Maddox Ford y, por supuesto, de los máximos narrodores rusos.
A unos minutos de que inicie su conferencia magistral, uno de los eventos más importantes de la Feria del Libro de Saltillo, el Premio Cervantes luce nervioso. Ansioso, estruja su texto mientras se le recuerda su paso por Coahuila. El cielo se tiñe de tonos rojizos mientras Pitol rememora que fue aquí, en Saltillo, donde compartió el foro con Álvaro Mutis.
"Fue hace como 14 años, estuvimos primero en otra ciudad, en Torreón, me parece, y luego venimos acá". También recuerda, mientras se desembaraza de la corbata azul que trae anudada al cuello y se quita el chaleco, que ya era otoño cuando vino, en el 2000, de nueva cuenta a la ciudad, en esa ocasión acompañado también de Andrés Hernestrosa.
"Todavía hace mucho calor en el norte", dice en voz baja al momento que guarda desenfadadamente su corbata en el bolsillo del saco.
Pero este páramo es muy distinto al que vivió en su exilio voluntario en el extranjero, pues Pitol considera que él escribió "en el desierto, porque estuve aislado de lo que mis contemporáneos leían en México, de lo que se escribía".
Al hablar su trabajo de traductor con los escritores rusos, Pitol dice que estuvo de agregado diplomático primero en Praga y más tarde en Moscú. Fue ahí donde leyó en ruso los textos de Tolstoi acompañado de una botella de vodka y de un nutrido grupo de jóvenes, al amparo de la madrugada.
"Volví a los rusos, una pasión de mi adolescencia. Chéjov, Gogol, Tolstoi  han sido desde siempre mis ángeles tutelares. La originalidad de esta literatura, su inmensa energía, su excentricidad son sorprendentes como lo es el país", comparte con evidente entusiasmo.
Antes de marchar a su cita con los devotos de Domar a la Divina Garza, de la magia que sólo es posible en las páginas de su obra narrativa, el escritor no puede reprimir el enfado que le causa que no estén a la venta los libros que publica en la Editorial Era, que tienen un precio más accesible en comparación con las ediciones de lujo que se exhiben en el stand del  Fondo de Cultura Económica.
"Es que pedí que trajeran libros de la Editorial Era, que es donde he publicado casi todos mis libros, y son unos libritos para los jóvenes", dice con la mirada puesta en De la Realidad a la Literatura,  el único ejemplar suyo de 100 pesos que está a la venta en la Feria del Libro.
"Pues no está tan caro, pero no es mi obra, son unas conferencias", dice cabizbajo.
Ese semblante triste cambiaría cuando, ya sobre el podio, ofrece al público la lectura de su texto "De Cómo Escribí mis Primeras Novelas" que trata sobre su incursión en las letras, en 1956, cuando escribió sus primeros textos: "Tenía 23 años y al año siguiente publiqué mi primer libro".
El público no puede evitar reírse cuando escucha a este maestro de la palabra recordar los contratiempos que sufrió en Europa, tampoco conmoverse cuando lo oye hablar sobre la revolución juvenil que recorrió Europa en el 68, sus escarceos literarios con la traducción y la angustia que sintió al escribir su libro Juegos Florales.
Al final de un largo camino literario, Pitol toma las palabras de Joseph Conrad, autor que le transformó su concepción novelística cuando lo tradujo al español, para describir su paso por las letras universales: "La tarea que me he propuesto realizar a través de las palabras es hacer oír, hacer sentir y sobre todo hacer ver. Sólo y todo eso".
(Publicado originalmente en septiembre de 2008, en el periódico Vanguardia)

jueves, 5 de abril de 2018

EL DESTINO JUEGA

Porque de algún modo el mensaje se encontró con un trasgo,
porque los precedentes acuciaron tus expectativas,
porque Londres era aún para ti un caleidoscopio
de lugares y nombres que cualquier sacudida podía arrebatar,
esperaste equivocada. El autobús del Norte
llegó y se vació y yo no estaba.
Por más que insistieras y rogaras
al conductor, entre lágrimas probablemente,
para que me fabricase o se acordara de haberme visto,
yo me había perdido. No estaba allí, sin más.
Las ocho de la tarde y yo perdido y en paradero desconocido
por algún lugar de Inglaterra. Frenaste
tu confiada inspiración
y no echaste a correr entre el pululante
tráfico alrededor de la estación Victoria, completamente segura
de que te toparías conmigo, dondequiera que yo caminase.
Yo no caminaba por ningún sitió. Estaba sentado
e imperturbado en mi asiento del tren
que se balanceaba hacia King's Cross. Alguien,
más calmo que tú, te hizo una sugerencia. Así es que,
cuando bajé del tren, esperando encontrarte
en algún lugar bajo la raíz del andén,
vi la agitación y el tumulto, una figura
luchando contra la marea de aislados pasajeros,
tu rostro derretido entonces, derretidos tus ojos
y tus exclamaciones, tus brazos agitándose,
tus lágrimas salpicando
como si yo volviese de la tumba
contra toda posibilidad, contra
cada negativa que no fuera tu oración, la tuya,
dirigida a tus propios dioses. Supe allí
lo que era ser un milagro. Y detrás de ti
tu jovial taxista, riéndose, como un pequeño dios,
al ver a una chica americana ser tan americana,
y ver el frenético recorrido de tu carruaje,
rogándole, sollozando y espoleándole
para que hiciera ocurrir lo que tú necesitabas que ocurriera.
Un éxito completo, gracias a él.
Pues fue una maravilla
que mi tren no llegase antes, mucho antes incluso,
que se detuviera, tarde, en el momento justo
en que irrumpías tú en el andén. Fue
natural y milagroso e incluso un presagio
confirmando todo
lo que tú buscabas confirmar. Así es que tu enorme desesperación,
tu carrera por Londres a través del pánico
y tu triunfo entonces, me salpicaron
como un amor cuarenta y nueve veces aumentado,
como el primer trueno de un aguacero que se tragará
la sequía de agosto
cuando la tierra entera quebrada parece estremecerse
y cada hoja tiembla
y todos alzan los brazos y lloran.

Ted Hughes (traducción Luis Antonio de Villena)