viernes, 11 de diciembre de 2009

Lo recuerdo casi de memoria



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Hace unos días entrevisté a uno de los mejores poetas mexicanos vivos –sino el mejor, pero habrá quien ponga por delante al laureado José Emilio Pacheco-, Eduardo Lizalde. Más allá del trabajo, me sentí feliz de hablar por unos minutos con uno de los autores que más admiro y cuya labor poética me parece una auténtica alquimia del lenguaje.
“Ya sabemos que la poesía es, como decía uno de nuestros colegas, la muñeca fea de la literatura. Los editores no se animan a editar poesía, no es negocio la poesía y lo dice también algún autor alemán de mi generación, eso no puede vender temas o estilos. El narrador se ve obligado a repetir formas, personajes, seguir con secuelas que ya han tenido algún éxito”, dijo para satisfacción de todos los que vemos en la poesía esa trama que construye y reconstruye el universo.
“La poesía es insobornable y como decía, repito siempre esa frase estupenda del poeta Dylan Thomas, como no da para mantener ni a un pececito, los poetas vivimos siempre de otra cosa. Pero claro está, los poetas viejos, los de mi generación, empezamos a difundir libros y naturalmente no tenemos tan pocos lectores como los que teníamos a principios del siglo 20. El libro se difunde y algunos poetas viejos podemos vender unos cuantos cientos y a veces miles de ejemplares”.
Los versos del “Tigre” se prestan además para múltiples actividades: charlas de café, tardes solitarias, noches de despecho y desvelo o madrugadas en las que el deseo reina deliciosamente, furibundo, en una habitación.

Recuerdo que el amor era una blanda furia…
Recuerdo que el amor era una blanda furia
no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
- como si lo estuviera viendo.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles –aun no siendo frutales-
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
Ahora que las abejas
Se derrumban a mi alrededor
Con el buche cargado de excremento.


Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses,
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.

Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho, se desplome.

Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.

Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.

Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.

Eduardo Lizalde