lunes, 14 de mayo de 2007

La poética del aire


“Compañeros, os decimos ahora que el triunfante progreso de la ciencia hace que los cambios en la humanidad sean inevitables, cambios que están abriendo un abismo entre los dóciles esclavos de la tradición y nosotros, los modernos libres que confiamos en el esplendor radiante de nuestro futuro”.

Humberto Boccioni.
Manifiesto de los pintores futuristas



Octavio Paz señaló que la poesía quiere cambiar la vida y para lograrlo aprehende al mundo, lo devora. A la manera de los antropófagos, la palabra mastica todo aquello que la circunda, transformándose así en signo oblicuo, polisémico, que habla no sólo sobre quien la pronuncia, sino acerca de quien la escucha y del tiempo en que nace y se perpetúa.

La poesía transforma la vida, pero, continúa Paz, “no piensa embellecerla como piensan los estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia, procura hacer sagrado al mundo; con la palabra consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia”.


Y es la poesía el testimonio del lenguaje que se revoluciona, que busca formar parte de su tiempo histórico. Así lo entendieron las vanguardias literarias, desde el manifiesto futurista de Marinetti escrito en los albores del siglo 20 hasta el hermoso bullicio que surge de las páginas de Tierra Baldía de T. S. Elliot. La palabra describe al mundo y la poesía lo revoluciona.

Y qué mejor que la palabra para tratar de describir una vida inmersa en la revolución posmoderna, signada por la lucha de aprehender un presente que se escurre a cada segundo, inasible. Como dice Marshall Berman, ser moderno implica ser: “vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas aventuras modernas, ansiosos por crear y asirnos a algo real aun cuando todo se desvanezca”.

“Desterrados del cielo y del infierno, la tierra, único paraíso que se ofrecía a nuestra avidez, ha perdido toda su seducción. Si antes se renunciaba a la tierra por el cielo… ahora somos unos desgarrados gozadores, unos escépticos sufridores” escribió Octavio Paz en su ensayo Trabajo vacío. Es cierto, ser moderno es vivir una vida de paradojas y contradicciones, pero sigue ahí la razón que nos hace seres humanos: transformar el mundo y hacerlo nuestro.


Como escribió Marshall Berman, ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos.
Ahí están los problemas con los que se confronta el arte del siglo 21: el concepto mismo de obra de arte; la desaparición de la diferencia entre arte culto y arte de masas; la creación de la obra de arte como un objeto de consumo regido por las leyes del mercado; la posibilidad de que desaparezcan (como ya ha sucedido) de la vista de la humanidad la producción de los grandes nombres de la galaxia artística como Van Gogh, Renoir o Picasso.

El arte desordena nuestro mundo habitual y nos lo modifica, lo amplia o renueva. Gerard Vilar tiene razón, no todas las obras de arte lo hacen de igual modo, ni con la misma fuerza, ni con la misma razón. Al menos, en este mundo en el que todo se mezcla –arte y publicidad, pintura y digitalización, sonido y video–, suena válido que la piedra a la que asirse se encuentre flotando en el ciberespacio, en my space, en el Messenger, en el blog, en ese grito solitario frente a una pantalla.

¿Cómo confrontar un mundo en el que, como dijo Marx, “todo está preñado de su contrario” y “donde todo lo sólido se desvanece en el aire”? Un mundo en el cual, como dijo Nietzsche –citado por Berman– “hay peligro, un gran peligro (…) pero esta vez desplazado a lo individual, a lo más cercano y querido, a la calle, a nuestro propio hijo, nuestro propio corazón, nuestros más íntimos y secretos reductos del deseo y la voluntad”.

Tal vez no exista la respuesta, pero sí el ansia vital ante las nuevas posibilidades que se muestran, como senderos que se bifurcan llenos de promesas, en el tiempo moderno, inaprensible. Y Vilar tiene esperanza: “en este mundo en el que el individuo está perdiendo sus referencias seguras surge también la posibilidad de libertad, esto es, de indagar, experimentar y conocer libremente; de opinar, razonar y actuar libremente; y también de gozar, juzgar y crear libremente las obras de arte”.

Paul Ricoeur invita a reflexionar sobre el breve tiempo de los mortales y el gran tiempo de los movimientos siderales, y señala que la desproporción entre ambos no es solamente cuantitativa, sino cualitativa entre un tiempo con presente, futuro y pasado. Diferencias entre “un tiempo estructurado por la atención, la anticipación, la memoria, y un tiempo sin presente, constituido por una serie infinita de instantes que no son más que cohetes visuales en la continuidad del cambio”.

Y es así como pasa la obra poética, rauda, ígnea, como galaxia que eclosiona plena de significados para extinguirse, presa de la continuidad del cambio, en la infinitud del tiempo.