sábado, 10 de agosto de 2013

Infinita tristeza

Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte”
Leopoldo Alas Clarín

La vida suele medirse por momentos dichosos. Nacimientos, bodas, éxitos laborales saltan prontos en las conversaciones de sobremesa, en las reuniones de amigos, en las fiestas familiares. Sin embargo, para muchos la tristeza es la encargada de marcar los días del calendario, es la vuelta de tuerca que cambia la existencia indefectiblemente.
Aunque sean la melancolía o la nostalgia, esas pequeñas y dulces hermanas menores de la desdicha, las que invadan de pronto nuestros pensamientos, pocos pueden afirmar que jamás han sentido ese dolor punzante capaz de nublar la vista.
Un día, mientras paseaban alegres por las bulliciosas calles de Nueva Orleans, los escritores Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs fueron asaltados por una ocurrencia, paradójicamente, luminosa: elaborar una antología del cuento triste. La idea no era nueva, ya otros autores habían vaciado sus inclinaciones literarias en recopilaciones célebres. Este es el caso de la Antología de la Literatura Fantástica realizada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, bajo el auspicio de la Editorial Sudamericana; o los Cuentos Fantásticos del Siglo XIX, una publicación en dos tomos supervisada por Ítalo Calvino.
Sin embargo, el ejercicio que se plantearon Monterroso y Jacobs, también sobre reunir cuentos, toca una vena más sensible, la “saudade” literaria. Como a estos dos escritores, a muchos se les viene a la mente la imagen de Pedro Páramo vagando por un caserío desolado, llamando a una esquiva Susana San Juan; de Olga Ivanova, convulsionando por los sollozos, arrepentida por haber provocado la muerte de el único hombre que en verdad la había querido; del pequeño señor Friedemann, que tarde advierte la futilidad del amor.
Son 25 cuentos los que componen la Antología del Cuento Triste (Alfaguara, 1997) de Monterroso y Jacobs. Tan diversos como sus historias, los autores que aparecen a lo largo de 422 páginas abarcan cien años de literatura.
El libro abre con una magistral historia de Herman Melville, Bartleby el Escribiente, que describe a un sombrío funcionario público “propenso a una pálida desesperanza”, un ente sombrío que puede hallarse, aún en nuestros días, en algún oscuro rincón de una oficina gubernamental.
A este relato del autor de Moby Dick le siguen Un Alma de Dios de Gustave Flaubert, Tobías Mindernicket de Thomas Mann, Una Nubecilla, de James Joyce y Una Rosa para Emily de William Faulkner, por citar algunos.
¡Adiós, ‘Cordera’!, escrito por Leopoldo Alas Clarín, es uno de los cuentos entrañables de esta antología. Dos hermanos gemelos, Rosa y Pinín, ven su infancia a través de los ojos húmedos de “Cordera”, “la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz perecía una cuna”.
El hambre, la pobreza, el frío, toda la amargura que “Cordera” había ahuyentado con su fiel compañía, aparecen de pronto cuando la familia se ve necesitada de dinero. El tren es el hado funesto de estos chiquillos, que no sólo observan cómo su querida compañera los abandona mientras la máquina silba impasible, también crecen para ver cómo la vida los aleja inexorablemente, dejando a las vías como mudos testigos de la despedida.
Monterroso también aparece en esta antología de desencuentros, amargura y desesperanza. Su texto, Homenaje a Masoch habla de un hombre que describe los pequeños placeres que conlleva el primer divorcio: escuchar la Tercera Sinfonía de Brahms, dirigida por Félix Weingartner, y leer el capítulo tres del Epílogo de Los Hermanos Karamazov, de Fiodor Dostoievski.
Y es que la tristeza también puede paladearse, más si ésta proviene del maestro ruso y de su universo de almas torturadas. Lecturas que, como describe Monterroso, te empujan a ir a la cama “para ya en ella hundir minuciosamente la cabeza en la almohada y sollozar y llorar amargamente una vez más por Mitya, por Ilucha, por Aliocha, por Kolya”, por la humanidad entera.