domingo, 29 de julio de 2012

Reflexión, miseria y desencanto


La vida no le mostró su mejor cara a Michael K cuando llegó al mundo en las manos de una partera sudafricana, quien miró con ojos entristecidos su labio leporino. La comadrona le muestra a la madre su hijo y después el sentimiento de culpa le obliga a agregar: “debería alegrarse, traen buena suerte al hogar”.
Pero la fortuna jamás se apareció en la vida de Michael K, ni en la de su madre, Anna K, que ve pasar los años a través del agua turbia de un cubo de agua, la lejía que impregna sus dedos cubiertos de ampollas y las baldosas interminables que limpia todos los días.
En un país dividido por la guerra civil, el racismo y un gobierno restrictivo, Michael K sigue los pasos de su madre y consigue un trabajo anodino en el departamento de Parques y Jardines de Ciudad del Cabo. Apartado por su aspecto y un leve retraso mental que le impidió concluir la educación básica, este hombre que difícilmente levanta la vista y no pronuncia una palabra de más, parece ser un observador ajeno a los acontecimientos que sacuden Sudáfrica.
Vida y Época de Michael K (Mondadori, 2003) le valió a J. M. Coetzee su primer premio Booker Prize y su entrada a las librerías de todo el mundo. El autor nacido en Ciudad del Cabo y cuya obra narrativa lo convirtió en 2003 en Premio Nobel de Literatura, cuestiona en esta novela el régimen del apartheid y revela las entrañas de un sistema que maniata al hombre y lo convierte en una especie de esclavo, en un ser oscuro incapaz de sentir esperanza, deseo y el anhelo de la libertad.
 Con una narrativa austera, pero no por ello menos descarnada, Coetzee retrata el pequeño purgatorio en el que viven madre e hijo. Un día, Anna K enferma y frente a un sistema médico que no le procura alivio, sólo un puñado de pastillas inútiles, suplica que la dejen marcharse, una petición que se pierde entre los lamentos de “decenas de víctimas de puñaladas, palizas y heridas de bala”.
Michael K llega al hospital para recoger a su madre y la zozobra se cierne sobre él al contemplar a esta mujer estoica y trabajadora transformada en una anciana frágil, cuyas piernas no le responden. Al verse enfrentada a la realidad, a “lo indiferente que es el mundo en tiempo de guerra con una anciana que sufría una enfermedad desagradable”, Anna sueña con abandonar esta ciudad sin futuro para regresar al campo apacible de su juventud.
El hombre decide cumplir la última voluntad de su madre, embarcándose en una odisea que lo conducirá no a Prince Albert, el sitio en que nació su madre, sino a un recorrido marcado por la miseria y la desesperanza. Campos de trabajo, hospitales, muerte, robo, extorsión y un entorno adverso que pone de manifiesto lo peor de la raza humana, labrarán en K ese dolor que sólo acompaña a los solitarios, a los desamparados, a los abandonados por el mundo.
Una tierra impredecible, en el que la injusticia se cierne como ave de rapiña impía y feroz, es descrita imprecisa y dura por K. “Tienes trabajo. La vida es difícil en el mundo de ahí afuera, lo has visto, no necesito decírtelo. ¿Para qué quieres unirte a ellos” Le pregunta un centinela al protagonista cuando éste es arrestado y conducido a un campamento de trabajo. K sólo quiere marcharse, regresar a su vida de jardinero y alejarse de los niños que estremecen la noche con su llanto de hambre, de los viejos enfermos, de las enfermeras que sólo recetan brandy y aspirinas.
 “Se parece a una piedra, un guijarro que, tras haber estado tranquilamente en la tierra, ocupándose de sus cosas desde el origen de los tiempos, de repente ahora lo recogen y lo lanzan al azar, pasando de mano en mano”, es la descripción que hace de K uno de sus compañeros de encierro. Como la odisea, Michael K continúa su viaje hacia sí mismo, intentado repeler el odio, la sinrazón y la muerte. Dioses, hombres, esclavos, todos se mezclan en la historia que Coetzee tejió con los hilos de la reflexión y el desencanto.