jueves, 5 de abril de 2018

EL DESTINO JUEGA

Porque de algún modo el mensaje se encontró con un trasgo,
porque los precedentes acuciaron tus expectativas,
porque Londres era aún para ti un caleidoscopio
de lugares y nombres que cualquier sacudida podía arrebatar,
esperaste equivocada. El autobús del Norte
llegó y se vació y yo no estaba.
Por más que insistieras y rogaras
al conductor, entre lágrimas probablemente,
para que me fabricase o se acordara de haberme visto,
yo me había perdido. No estaba allí, sin más.
Las ocho de la tarde y yo perdido y en paradero desconocido
por algún lugar de Inglaterra. Frenaste
tu confiada inspiración
y no echaste a correr entre el pululante
tráfico alrededor de la estación Victoria, completamente segura
de que te toparías conmigo, dondequiera que yo caminase.
Yo no caminaba por ningún sitió. Estaba sentado
e imperturbado en mi asiento del tren
que se balanceaba hacia King's Cross. Alguien,
más calmo que tú, te hizo una sugerencia. Así es que,
cuando bajé del tren, esperando encontrarte
en algún lugar bajo la raíz del andén,
vi la agitación y el tumulto, una figura
luchando contra la marea de aislados pasajeros,
tu rostro derretido entonces, derretidos tus ojos
y tus exclamaciones, tus brazos agitándose,
tus lágrimas salpicando
como si yo volviese de la tumba
contra toda posibilidad, contra
cada negativa que no fuera tu oración, la tuya,
dirigida a tus propios dioses. Supe allí
lo que era ser un milagro. Y detrás de ti
tu jovial taxista, riéndose, como un pequeño dios,
al ver a una chica americana ser tan americana,
y ver el frenético recorrido de tu carruaje,
rogándole, sollozando y espoleándole
para que hiciera ocurrir lo que tú necesitabas que ocurriera.
Un éxito completo, gracias a él.
Pues fue una maravilla
que mi tren no llegase antes, mucho antes incluso,
que se detuviera, tarde, en el momento justo
en que irrumpías tú en el andén. Fue
natural y milagroso e incluso un presagio
confirmando todo
lo que tú buscabas confirmar. Así es que tu enorme desesperación,
tu carrera por Londres a través del pánico
y tu triunfo entonces, me salpicaron
como un amor cuarenta y nueve veces aumentado,
como el primer trueno de un aguacero que se tragará
la sequía de agosto
cuando la tierra entera quebrada parece estremecerse
y cada hoja tiembla
y todos alzan los brazos y lloran.

Ted Hughes (traducción Luis Antonio de Villena)