porque Londres era aún para ti un
caleidoscopio
de lugares y nombres que cualquier
sacudida podía arrebatar,
esperaste equivocada. El autobús del
Norte
llegó y se vació y yo no estaba.
Por más que insistieras y rogaras
al conductor, entre lágrimas
probablemente,
para que me fabricase o se acordara de
haberme visto,
yo me había perdido. No estaba allí,
sin más.
Las ocho de la tarde y yo perdido y en
paradero desconocido
por algún lugar de Inglaterra.
Frenaste
tu confiada inspiración
y no echaste a correr entre el
pululante
tráfico alrededor de la estación
Victoria, completamente segura
de que te toparías conmigo,
dondequiera que yo caminase.
Yo no caminaba por ningún sitió.
Estaba sentado
e imperturbado en mi asiento del tren
que se balanceaba hacia King's Cross.
Alguien,
más calmo que tú, te hizo una
sugerencia. Así es que,
cuando bajé del tren, esperando
encontrarte
en algún lugar bajo la raíz del
andén,
vi la agitación y el tumulto, una
figura
luchando contra la marea de aislados
pasajeros,
tu rostro derretido entonces,
derretidos tus ojos
y tus exclamaciones, tus brazos
agitándose,
tus lágrimas salpicando
como si yo volviese de la tumba
contra toda posibilidad, contra
cada negativa que no fuera tu oración,
la tuya,
dirigida a tus propios dioses. Supe
allí
lo que era ser un milagro. Y detrás de
ti
tu jovial taxista, riéndose, como un
pequeño dios,
al ver a una chica americana ser tan
americana,
y ver el frenético recorrido de tu
carruaje,
rogándole, sollozando y espoleándole
para que hiciera ocurrir lo que tú
necesitabas que ocurriera.
Un éxito completo, gracias a él.
Pues fue una maravilla
que mi tren no llegase antes, mucho
antes incluso,
que se detuviera, tarde, en el momento
justo
en que irrumpías tú en el andén. Fue
natural y milagroso e incluso un
presagio
confirmando todo
lo que tú buscabas confirmar. Así es
que tu enorme desesperación,
tu carrera por Londres a través del
pánico
y tu triunfo entonces, me salpicaron
como un amor cuarenta y nueve veces
aumentado,
como el primer trueno de un aguacero
que se tragará
la sequía de agosto
cuando la tierra entera quebrada parece
estremecerse
y cada hoja tiembla
y todos alzan los brazos y lloran.
Ted Hughes (traducción Luis Antonio de Villena)