martes, 3 de noviembre de 2015

Tarde de Ávila


La santa del abismo es más santa a mis ojos.
Gérard de Nerval

Las sombras no existen bajo el sol de Ávila, no cuando el verano toma dominio de la ciudad amurallada. Teresa contempla las baldosas que relumbran multiplicándose en espejos. Escucha el murmullo de sus hermanas, reunidas en los pasillos, y se lamenta. Quiere silencio.

La carmelita mortifica sus carnes escuálidas, avejentadas prematuramente por la enfermedad y la privación. Oh Dios mío, misericordia mía, susurra encorvada, mientras el impulso del dolor viaja hacia la médula e ingresa en el cuerpo dorsal de la columna.
 
La sensación se expande por la espalda, tormenta de fuego que arrasa el miedo. Todo desaparece: la celda, el convento, el mundo entero.
 
Y sucede de nuevo. Sabe que tiene los ojos abiertos pero está cegada por la luz. No importa, siente la presencia inagotable de su amado; cómo la recorre, la acaricia, ocupándolo todo.
 
El espacio vibra. Su cuerpo se estremece voluptuoso. Frente a ella, los colores se expanden en una marejada de bermellón y oro.

La religiosa siente la humedad recorrer su hábito. Vuestra soy, para vos nací. Mi corazón de todo está desnudo, dice con voz trémula.
 
Todo termina. Intenta recuperar el movimiento de sus piernas. Ahora late un dolor dulce en el cuerpo llagado. Su Querido respondió la plegaria.

La campana mayor toca tres veces. Por un momento la mujer duda, sabe que no hay muralla capaz de poner alto al Maligno. No me desampares, Señor, porque en ti espero no ser confundida en mi esperanza.

Se arrastra hacia el oratorio y extiende los brazos hacia la cruz. Ruega porque todo sea verdad. Sabe que no hay contento seguro, que el demonio no descansa. Los gozos de la tierra son inciertos.

(Este texto forma parte de la antología de cuento breve Historia de dos ciudades, de la Editorial Pape)