El cuento es “algo vislumbrado con el
rabillo del ojo”. Esta sentencia de V.S. Pritcher la recoge el
norteamericano Raymond Carver en su ensayo “Escribir un cuento”.
Una descripción que se ajusta perfecto a la sensación que provoca
leer la obra de Alice Munro, la más reciente integrante del club del
Premio Nobel de Literatura.
La obra de la canadiense no era muy
leída antes de ganar el máximo galardón de las letras, un hecho
que se debe a que en estos tiempos las editoriales apuestan por la
publicación de novelas, dejando en un segundo plano a la narrativa
breve. Al respecto, la propia Muro señaló, en una entrevista para
una televisora canadiense, que el Nobel podría “hacer ver a la
gente que el cuento corto es un arte importante, no algo con lo que
uno juega hasta tener una novela escrita”.
En México, algunos de los títulos de
la canadiense que puede encontrar el lector, editados por Penguin
Random House, son: “La Vida de las Mujeres”, “Demasiada
Felicidad” y “Amistad de Juventud”.
Hace unos días leí con detenimiento
“Las Lunas de Jupiter” y “Mi Vida Querida”, este último
contiene cuatro textos autobiográficos escritos con la maestría de
Munro, pero revestidos de emociones profundas.
La autora comparte las sensaciones de
su infancia, en las que se mezclan la extrañeza y el dolor ante los
cambios y la muerte. También, en los apartados “Voces” y “Vida
Querida” —que le da título al libro— tenemos un atisbo a la
vida de una joven Alice, que vive en una casa aislada del pueblo, en
pleno campo, y que narra, a través de una mirada prístina, sus
andanzas en el bachillerato, las tareas domésticas, el fracaso del
negocio paterno, la aparición temprana del Parkinson de su madre.
“en casa no cundió el desconsuelo más que de costumbre”, señala
la autora con ese estilo en el que la narración se hilvana con
frases cortas y contundentes.
Munro escribe del tiempo en que había
cines en todos los pueblos; de los noviazgos cortos destinados al
naufragio; de los viejos que ven cerca, muy cerca, un destino
inefable; de las casas aisladas en la que habitan ermitaños,
solitarios, perdedores, gente que decidió bajarse del tren de la
vida para verla pasar.
No hay mucho drama en los cuentos que
conforman “Mi Vida Querida” y “Las Lunas de Júpiter”. No es
que la escritora nos entregue fuertes escenas de llanto o de una
emoción extrema que reflejen el desaliento de algunos de sus
protagonistas. La cercanía que surge entre lector y los personajes
se logra a través de los diálogos o de una línea breve y
contundente, capaz de conmovernos.
“Lo que sienten no es terror ni
agradecimiento, todavía no. Lo que sienten es perplejidad”,
describe en el cuento “Cena del Día del Trabajo".
“Las Lunas de Júpiter” presenta
una serie de relatos — “Historias Desafortunadas, , “Accidentes”,
“Prue”, Visitas”, etcétera— que se erigen sobre vidas
ordinarias, y se construyen con detalles minuciosos, labrados con
precisión demoledora. Personajes que recorren calles y caminos de
Canadá, pero que nos dan la sensación de que habitan en nuestro
vecindario, de que podríamos topamos con ellos a la vuelta de la
equina, que los rozamos en la parada del camión, que los escuchamos
en el supermercado o hablando solos en la oficina de la lado. Hombres
y mujeres que nos hablan de las transformaciones, del paso del
tiempo, de los deseos no cumplidos y del resentimiento que guardamos
dentro, en una suerte de caja de seguridad cuya cerradura se avería
cuando hemos dejado atrás la juventud y sus sueños disparatados.
“No debes dar al lector ninguna
oportunidad de recuperarse: tienes que mantenerlo siempre en
suspenso”, solía aconsejar el escritor ruso Anton Chéjov. Y
Alice Munro, la “Chéjov canadiense”, no da tregua en sus relatos
y nos deja este espejo de letras, insinuando que ahí, entre las
páginas, hemos atisbado un fragmento de nuestra propia existencia.