Una vieja crónica de la visita del poeta Derek Walcott a Monterrey, en noviembre de 2007, con motivo del Fórum Internacional de las Culturas.
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Es en
un antiguo almacén, que hoy se transforma en un recinto pequeño y
acogedor, en donde se escucha la voz impregnada de sol, de oleajes
infinitos, de hombres y mujeres que cargan en el pecho el canto
africano primigenio. Es en el Museo del Vidrio donde resuena la voz
grave del poeta Derek Walcott.
El
Caribe se hace presente en la clausura del ciclo “Los Poetas en el
Fórum” cuando Walcott ofrece a los asistentes sus raíces
antillanas, ricas en mezcla, en calidez y desenfado.
El
escenario no podía ser mejor para este alquimista de la lengua
inglesa, justo al lado del recinto están los hornos, en donde
todavía resuena el antaño crujir del fuego, forjador del vidrio.
Pero aquí Walcott forja algo igual de hermoso y frágil, son los
versos los creadores de imágenes sinuosas y maleables que, al igual
que el vidrio que se exhibe en las galerías, se transforman en
objetos caprichosos cuajados de aristas y recovecos, de asombro y
fantasía, de rincones fríos, oscuros e íntimos.
Después
de las presentaciones de rigor, de la semblanza emotiva realizada por
la escritora Jeannette Lozano,
el poeta repasa los textos que fabricó a la orilla del Caribe, con
sabor a sal y puerto e impregnados del vaivén de ese mar que lame
tierno las playas de Santa Lucía, en donde Walcott abrió sus ojos
al mundo hecho de arena clara, de versos y teatro, de ritmo Caribe.
El
escritor se levanta y camina lento hacia el podio, pero el vigor aún
acompasa el andar de este hombre de 77 años. El aura de Premio Nobel
de Literatura pasa a un plano secundario cuando dice en un inglés
claro y grave, con una chispa de picardía en la mirada: “Voy a
leer ‘Omeros’, que es un largo poema de 300 y pico de páginas…
voy a leerlo todo, si les gusta la poesía seguro se quedarán y
quien lo necesite puede ir al baño”.
El
público ríe feliz y Walcott declara que aunque no tiene muchas
conexiones con la poesía en español y que existen pocas
traducciones de su obra, considera un placer compartir los fragmentos
de una historia que, como en la “Iliada”, comienza con la
rivalidad por el amor de una mujer.
“Vivimos
siempre en exilio por la historia y la conquista. Los que vivimos en
el ‘Nuevo Mundo’ tenemos que ir a nuestro pasado, a nuestro
origen, para algunos es España, para otros es África”, dice antes
de sumergirse en la lectura de su poema épico “Omeros”.
Los
cerca de 100 asistentes se hunden en el testimonio de Omeros, este
contador de historias que evoca el nombre de Homero y quien narra a
través de una suntuosa invención verbal la historia de Aquiles, el
héroe, el pescador antillano, el amante de Helena, quien es devuelto
a la tierra de sus antepasados, en la costa occidental de África.
“El
peor crimen es dejar a un hombre con las manos vacías. / Los hombres
nacieron creadores, con ese candor originario / de cada creador desde
Adán”, lee Walcott ante el azoro de una audiencia que lucha por
atrapar esa épica que se esconde en cada verso, que remite a Troya,
a los dioses y las grandes batallas.
El
poeta transforma en versos el trópico infinito, la pérdida de la
libertad y del terruño, el crepúsculo que muere ámbar en el mar;
el amor que siente Aquiles por Helena, una negra criada antillana de
belleza dolorosa y punzante, poseedora de un rostro en que los dioses
“consagran toda la belleza de una raza”.
“Sin
embargo, sentían que el viento de la mar los enlazaba en una sola /
nación de ojos y sombras y lamentos fundidos. / En el único dolor
que es inconsolable: la pérdida de la costa propia”, relata
Walcott sobre la guerra perdida de estos pescadores, de estos hombres
“que lloraban por las cosas pequeñas, tras hacerlo por las
grandes”, que veían como su mundo se conmovía y empezaba a
disolverse.
Las
manos de Walcott tiemblan al ritmo pausado de su voz grave que canta
este himno del Caribe, de la tierra que recibe el golpe de los
asteriscos de lluvia, que ve partir a Héctor para sumergirse en su
tumba marina, que acoge a un Aquiles triunfal, con las manos
enguantadas de sangre y con las redes repletas de pescado.
“Canté
a nuestro vasto país, la mar Caribe. / Que odiaba los zapatos, cuyas
suelas tenían grietas como una piedra, que era pausado con las
amarras, que nada más tenía un traje, // a quien ningún hombre
osaba insultar y que a nadie insultaba, de sonrisa abierta como la
cresta de una ola que rompe, pero cuyo ceño era creciente masa de
nubes”.
Walcott
le canta al discreto Aquiles, hijo de Afolabe, y a un lenguaje que
contiene su propio remedio a la aflicción brillante que embarga el
alma caribeña.
El
poeta lee los últimos versos de esta odisea antillana, y los
asistentes se despiden de Helena, de Aquiles, de los montes
cambiantes de las olas, de las guirnaldas de algas, de las
golondrinas negras que dejan un mal presagio en el corazón.
“La
luna llena brillaba como una rodaja de cebolla cruda. Cuando dejó la
playa, la mar aún seguía siendo ella misma”, finaliza Walcott.
Quienes escuchan la desmesura, el color, el gozo de este maestro de
la lengua inglesa con sabor caribe, no son más ellos mismos. La
rabiosa reflexión poética de Derek Walcott transmite la alegría
vital que late en cada fragmento revelador de una escritura que le
pertenece a todos.
Con
sonrisas, abrazos y firmas, el escritor se despide con el mismo
candor con el que recibió el Premio Nobel en 1992, mientras hordas
de fotógrafos lo perseguían hasta un Donkin Donuts en donde alzó
los pulgares triunfante, señalando la buena calidad de las donas,
aunque el mundo entendiera otra cosa cuando miró el rostro de ébano
luminoso que sonreía franco a la lente.
Este
hombre que acudió a Granada y le rindió homenaje a Federico García
Lorca, que publicó su primer libro a los 18 años, se despide de las
montañas regias, pero antes deja el testimonio de un alma que
privilegia la intuición sobre la razón, que tiene fe en el hombre,
en sus proezas y en el amor que se forja con arena, espuma y palabras.