Ya nadie ve la hermosura de las calles, escribió el argentino Jorge Luis
Borges al referirse al barrio, a ese trozo de ciudad que guarda las
costumbres y las historias de antaño.
No hay que esperar a que se derrumbe el cielo, como prosigue el poeta,
para valorar esas viejas baldosas que pisaron nuestros padres cuando eran unos chiquillos que corrían desaforados en pos de una pelota.
Valdría la pena tomarnos una tarde, un día o una semana sabática, para
apreciar el sabor del pan que se hornea en las panaderías del Centro
Histórico de Saltillo, para husmear entre los cachivaches de los bazares de
antigüedades, en busca de una lámpara como las que usaba el abuelo para
leer el periódico.
En el barrio se tejen historias, como los sarapes que se niegan a
desaparecer gracias a los artesanos que se forjan en la Escuela La
Favorita, o los relatos que viven en los objetos que resguarda en una
entrañable exposición en el Centro Cultural Casa La Besana.
Fue en Bravo donde Mario Herrera resguardó pinturas, bocetos y dibujos
de su padre, el pintor Rubén Herrera, cuando decidió, a los 10 años de edad, que esa obra debía quedarse en su ciudad natal. Y
es en estas calles que se cazan fantasmas en viejas casonas o, por el
contrario, se intercambian risas, música y arte en bares que convierten
la noche en una fiesta.
El corazón de la ciudad late en sus barrios, por eso, a la manera de
Borges, hay que echarnos a caminar por las calles “como por una
recuperada heredad”, que promete, tras cristales y puertas, las
generosidades de esas historias de amor, de soledad, de felicidad y de
esperanza que todos compartimos.
*Un texto a propósito del 436 aniversario de Saltillo, que abre el suplemento de aniversario publicado por Zócalo.