“Era
canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte”
Leopoldo Alas
Clarín
La vida suele
medirse por momentos dichosos. Nacimientos, bodas, éxitos laborales
saltan prontos en las conversaciones de sobremesa, en las reuniones
de amigos, en las fiestas familiares. Sin embargo, para muchos la
tristeza es la encargada de marcar los días del calendario, es la
vuelta de tuerca que cambia la existencia indefectiblemente.
Aunque sean la
melancolía o la nostalgia, esas pequeñas y dulces hermanas menores
de la desdicha, las que invadan de pronto nuestros pensamientos,
pocos pueden afirmar que jamás han sentido ese dolor punzante capaz
de nublar la vista.
Un día, mientras
paseaban alegres por las bulliciosas calles de Nueva Orleans, los
escritores Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs fueron asaltados por
una ocurrencia, paradójicamente, luminosa: elaborar una antología
del cuento triste. La idea no era nueva, ya otros autores habían
vaciado sus inclinaciones literarias en recopilaciones célebres.
Este es el caso de la Antología de la Literatura Fantástica
realizada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina
Ocampo, bajo el auspicio de la Editorial Sudamericana; o los Cuentos
Fantásticos del Siglo XIX, una publicación en dos tomos
supervisada por Ítalo Calvino.
Sin embargo, el
ejercicio que se plantearon Monterroso y Jacobs, también sobre
reunir cuentos, toca una vena más
sensible, la “saudade” literaria. Como a estos dos escritores, a
muchos se les viene a la mente la imagen de Pedro Páramo vagando por
un caserío desolado, llamando a una esquiva Susana San Juan; de Olga
Ivanova, convulsionando por los sollozos, arrepentida por haber
provocado la muerte de el único hombre que en verdad la había
querido; del pequeño señor Friedemann, que tarde advierte la
futilidad del amor.
Son 25 cuentos los
que componen la Antología del Cuento Triste (Alfaguara, 1997)
de Monterroso y Jacobs. Tan diversos como sus historias, los autores
que aparecen a lo largo de 422 páginas
abarcan cien años de literatura.
El libro abre con
una magistral historia de Herman Melville, Bartleby el
Escribiente, que describe a un sombrío funcionario público
“propenso a una pálida desesperanza”, un ente sombrío que puede
hallarse, aún en nuestros días, en algún oscuro rincón de una
oficina gubernamental.
A este relato
del autor de Moby Dick le siguen Un Alma de Dios de
Gustave Flaubert, Tobías Mindernicket de Thomas Mann, Una
Nubecilla, de James Joyce y Una Rosa para Emily de William
Faulkner, por citar algunos.
¡Adiós,
‘Cordera’!, escrito por Leopoldo Alas
Clarín, es uno de los cuentos entrañables de esta antología. Dos
hermanos gemelos, Rosa y Pinín, ven su infancia a través de los
ojos húmedos de “Cordera”, “la vaca abuela, grande,
amarillenta, cuyo testuz perecía una cuna”.
El hambre, la
pobreza, el frío, toda la amargura que “Cordera” había
ahuyentado con su fiel compañía, aparecen de pronto cuando la
familia se ve necesitada de dinero. El tren es el hado funesto de
estos chiquillos, que no sólo observan cómo su querida compañera
los abandona mientras la máquina silba impasible, también crecen
para ver cómo la vida los aleja inexorablemente, dejando a las vías
como mudos testigos de la despedida.
Monterroso también
aparece en esta antología de desencuentros,
amargura y desesperanza. Su texto, Homenaje a Masoch habla de
un hombre que describe los pequeños placeres que conlleva el primer
divorcio: escuchar la Tercera Sinfonía de Brahms, dirigida por Félix
Weingartner, y leer el capítulo tres del Epílogo de Los Hermanos
Karamazov, de Fiodor Dostoievski.
Y es que la tristeza
también puede paladearse, más si ésta proviene del maestro ruso y
de su universo de almas torturadas. Lecturas que, como describe
Monterroso, te empujan a ir a la cama “para ya en ella hundir
minuciosamente la cabeza en la almohada y sollozar y llorar
amargamente una vez más por Mitya, por Ilucha, por Aliocha, por
Kolya”, por la humanidad entera.