Gérard
de Nerval
Las
sombras no existen bajo el sol de Ávila, no cuando el verano toma
dominio de la ciudad amurallada. Teresa contempla las baldosas que
relumbran multiplicándose en espejos. Escucha el murmullo de sus
hermanas, reunidas en los pasillos, y se lamenta. Quiere silencio.
La
carmelita mortifica sus carnes escuálidas, avejentadas
prematuramente por la enfermedad y la privación. Oh
Dios mío, misericordia mía,
susurra encorvada, mientras el impulso del dolor viaja hacia la
médula e ingresa en el cuerpo dorsal de la columna.
La
sensación se expande por la espalda, tormenta de fuego que arrasa el
miedo. Todo desaparece: la celda, el convento, el mundo entero.
Y
sucede de nuevo. Sabe que tiene los ojos abiertos pero está cegada
por la luz. No importa, siente la presencia inagotable de su amado;
cómo la recorre, la acaricia, ocupándolo todo.
El
espacio vibra. Su cuerpo se estremece voluptuoso. Frente a ella, los
colores se expanden en una marejada de bermellón y oro.
La
religiosa siente la humedad recorrer su hábito. Vuestra
soy, para vos nací. Mi corazón de todo está desnudo,
dice con voz trémula.
Todo
termina. Intenta recuperar el movimiento de sus piernas. Ahora late
un dolor dulce en el cuerpo llagado. Su Querido respondió la
plegaria.
La
campana mayor toca tres veces. Por un momento la mujer duda, sabe que
no hay muralla capaz de poner alto al Maligno. No
me desampares, Señor, porque en ti espero no ser confundida en mi
esperanza.
Se
arrastra hacia el oratorio y extiende los brazos hacia la cruz. Ruega
porque todo sea verdad. Sabe que no hay contento seguro, que el
demonio no descansa. Los gozos de la tierra son inciertos.
(Este
texto forma parte de la antología de cuento breve Historia de dos
ciudades, de la Editorial Pape)