Crítica feroz y mujer apegada a su
época, Susan Sontag fue una escritora que en muchas ocasiones
sacrificó su vena literaria en aras de la denuncia, el análisis y
la observación minuciosa de los sucesos que marcaron la historia de
su tiempo.
Considerada por muchos figura clave del
movimiento intelectual de los 60’s en Estados Unidos, Sontag se dio
a conocer con la publicación de su novela El Benefactor,
pero serían sus ensayos los que la colocarían en el mapa de las
letras internacionales.
De mente ágil y palabra aguda, la
norteamericana escribió por igual sobre las drogas, la pornografía,
la política, la enfermedad –que ella exploró con profundo
conocimiento, pues libró una larga batalla contra el cáncer, que a
la postre causó su muerte en el 2004– la fotografía y, por
supuesto, las letras.
En su trayectoria literaria Sontag no
se limitó a contemplar la vida desde su escritorio, visitó países
en guerra y se enfrentó al gobierno estadounidense desde los
periódicos más influyentes del mundo. Su reprobación hacia el
mandato de George Bush fue una de las últimas tareas que acometió
en su vida y es recogida en el libro Al Mismo Tiempo
(Mondadori, 2007).
Que este título sea el último
realizado por la escritora no es casualidad. Sontag había previsto
que este libro, junto con una novela, una autobiografía y una
recopilación de cuentos, formaría parte de su legado final.
Desgraciadamente, la muerte la sorprendió antes de que terminara
todos los proyectos, pero en las manos del lector quedó una obra que sacude no sólo por su pertinencia, también por la lucidez
mental con que explora temas como la belleza, el arte, la tortura, la
libertad, el poder de las imágenes y el razonamiento moral.
Neoyorkina por convicción y poseedora
de una pluma controvertida, Sontag no podía dejar de escribir sobre
los ataques del 11 de septiembre y criticó duramente las acciones
que emprendió el gobierno de Bush después de este suceso. Las
fotografías que cimbraron el mundo al mostrar las torturas cometidas
en la cárcel de Abu Ghraib por militares estadounidenses, es otro de
los temas que explora la ensayista, quien no dudó en calificar al
gobierno del mandatario republicano como “reactivo y rencoroso”.
Sontag asumió con firmeza el papel de
intelectual comprometido y desde su trinchera sostuvo que el escritor
debía hacer varias cosas: “apasionarse con las palabras,
preocuparse mucho por las oraciones. Y prestar atención al mundo”.
Y agregó, con una certeza nacida en
las lecturas juveniles que la libraron del sopor de las tardes que
vivió en Tucson, Arizona, que el escritor debe “procurar nacer en
una época en la cual sea probable que Dostoievski y Tolstói y
Turguéniev y Chéjov te exalten e influyan de manera definitiva”.
Pero ella jamás estuvo de acuerdo en
que un literato debía ser “una máquina de opiniones”, aunque
sí estaba convencida, y así lo expone en el ensayo La
Conciencia de las Palabras, de que la tarea del escritor es
“representar las realidades”, tanto las abyectas como las
sublimes.
Sontag fue siempre una lectora voraz y
sentía especial predilección por la narrativa, necesaria “para
ampliar nuestro mundo”. Ella acuñó el término “lectura
militante”, cuyo “máximo valor reside en la relectura”, y
sobre el que realiza una concienzuda reflexión en el ensayo Un
Destino Doble, una exploración sobre la novela Artemisa
de Anna Banti.
La neoyorkina no podía resistir el
escribir sobre autores poco conocidos, sentía un especial placer por
mostrar al lector el talento de novelistas cuyas vidas habían sido
marcadas por la tragedia personal o profesional. En Al Mismo
Tiempo, Sontag describe Verano en Baden-Baden,
la novela de Leonid Tsipkin, un oscuro patólogo ruso cuyo talento es
asfixiado por el sistema socialista y quien evoca en su máxima obra
narrativa la vida de Dostoievski.
Mención aparte merece 1926…,
un texto en el que la autora describe la relación epistolar que
sostuvieron Rainer Maria Rilke (de 51 años y que “está muriendo
de leucemia en un sanatorio en Suiza”), Boris Pasternak (de 36
años) y Marina Tsvietáieva (de 34 años, quien “vive en la
penuria con su marido y dos hijos en París”).
Este libro es una deliciosa
conversación con una amante de las letras, con una habitante
de “un territorio libre” que sólo puede existir en la
literatura. Como ella, muchos hemos sentido que la literatura permite
“escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo,
del provincianismo forzoso, de la inanidad educativa, de los destinos
imperfectos y de la mala suerte”. Hoy, y tal vez más que nunca, su
afirmación no tiene objeción: “la literatura es la libertad”.