La
vida no le mostró su mejor cara a Michael K cuando llegó al mundo en las manos
de una partera sudafricana, quien miró con ojos entristecidos su labio
leporino. La comadrona le muestra a la madre su hijo y después el sentimiento
de culpa le obliga a agregar: “debería alegrarse, traen buena suerte al hogar”.
Pero
la fortuna jamás se apareció en la vida de Michael K, ni en la de su madre, Anna
K, que ve pasar los años a través del agua turbia de un cubo de agua, la lejía
que impregna sus dedos cubiertos de ampollas y las baldosas interminables que
limpia todos los días.
En
un país dividido por la guerra civil, el racismo y un gobierno restrictivo,
Michael K sigue los pasos de su madre y consigue un trabajo anodino en el
departamento de Parques y Jardines de Ciudad del Cabo. Apartado por su aspecto
y un leve retraso mental que le impidió concluir la educación básica, este
hombre que difícilmente levanta la vista y no pronuncia una palabra de más,
parece ser un observador ajeno a los acontecimientos que sacuden Sudáfrica.
Vida
y Época de Michael K (Mondadori, 2003) le valió a J. M.
Coetzee su primer premio Booker Prize y su entrada a las librerías de todo el
mundo. El autor nacido en Ciudad del Cabo y cuya obra narrativa lo convirtió en
2003 en Premio Nobel de Literatura, cuestiona en esta novela el régimen del
apartheid y revela las entrañas de un sistema que maniata al hombre y lo
convierte en una especie de esclavo, en un ser oscuro incapaz de sentir
esperanza, deseo y el anhelo de la libertad.
Con una narrativa austera, pero no por ello
menos descarnada, Coetzee retrata el pequeño purgatorio en el que viven madre e
hijo. Un día, Anna K enferma y frente a un sistema médico que no le procura
alivio, sólo un puñado de pastillas inútiles, suplica que la dejen marcharse,
una petición que se pierde entre los lamentos de “decenas de víctimas de
puñaladas, palizas y heridas de bala”.
Michael
K llega al hospital para recoger a su madre y la zozobra se cierne sobre él al
contemplar a esta mujer estoica y trabajadora transformada en una anciana
frágil, cuyas piernas no le responden. Al verse enfrentada a la realidad, a “lo
indiferente que es el mundo en tiempo de guerra con una anciana que sufría una
enfermedad desagradable”, Anna sueña con abandonar esta ciudad sin futuro para
regresar al campo apacible de su juventud.
El
hombre decide cumplir la última voluntad de su madre, embarcándose en una
odisea que lo conducirá no a Prince Albert, el sitio en que nació su madre, sino
a un recorrido marcado por la miseria y la desesperanza. Campos de trabajo, hospitales,
muerte, robo, extorsión y un entorno adverso que pone de manifiesto lo peor de
la raza humana, labrarán en K ese dolor que sólo acompaña a los solitarios, a
los desamparados, a los abandonados por el mundo.
Una
tierra impredecible, en el que la injusticia se cierne como ave de rapiña impía
y feroz, es descrita imprecisa y dura por K. “Tienes trabajo. La vida es
difícil en el mundo de ahí afuera, lo has visto, no necesito decírtelo. ¿Para
qué quieres unirte a ellos” Le pregunta un centinela al protagonista cuando
éste es arrestado y conducido a un campamento de trabajo. K sólo quiere
marcharse, regresar a su vida de jardinero y alejarse de los niños que
estremecen la noche con su llanto de hambre, de los viejos enfermos, de las
enfermeras que sólo recetan brandy y aspirinas.
“Se parece a una piedra, un guijarro que, tras
haber estado tranquilamente en la tierra, ocupándose de sus cosas desde el
origen de los tiempos, de repente ahora lo recogen y lo lanzan al azar, pasando
de mano en mano”, es la descripción que hace de K uno de sus compañeros de
encierro. Como la odisea, Michael K continúa su viaje hacia sí mismo, intentado
repeler el odio, la sinrazón y la muerte. Dioses, hombres, esclavos, todos se
mezclan en la historia que Coetzee tejió con los hilos de la reflexión y el
desencanto.