jueves, 30 de marzo de 2017

No es tan fácil volver la espalda al mundo*

La tierra, la infancia, las raíces que se nutren en la familia, son algunos de los temas que han marcado la obra de Juan Bañuelos. Nacido en Chiapas en 1932, su voz es “una de las más poderosas de la poesía en lengua castellana”, según apuntó Juan Gelman en un texto homenaje que escribió para La Jornada en 2001.

El chiapaneco celebra la hierba, el árbol que crece en la mano abierta de la tierra, las aguas de la infancia en las que todavía se reflejan la belleza y la esperanza. Y este festejo hace uso de palabras sencillas, las mismas que usa la gente todos los días, de ahí que Bañuelos sea un poeta leído por muchos, desde los niños de las escuelas de Tuxtla Gutiérrez, hasta los poetas que se dan cita en festivales de poesía en Medellín o Quebec.

“A través de las imágenes de la poesía se puede conocer al prójimo”, asegura Bañuelos, cuya voz pausada contrasta con sus ojos que siguen moviéndose inquietos, con la misma curiosidad que lo empujó a las letras, a los mitos del pasado, de la palabra indígena que aún hoy nutre su obra poética.


-¿Cuál fue el germen de su vocación poética, cómo nació esta necesidad de explicarse la vida a través de los versos?

“Chiapas es una región de muchos poetas. Ahí lo primordial es la poesía. La gente habla en metáforas y es una parte de la vida de los chiapanecos. Nosotros comenzamos desde muy niños, los maestros nos inician en decir los poemas en voz alta para compartirlos con la familia, en las reuniones hogareñas. Uno lo ve muy natura,l y los que vamos a seguir escribiendo poesía pues escogemos una carrera.

“Yo elegí Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, luego Filosofía y Letras, me eché tres carreritas, pero la mera verdad terminé trabajando en la edición, fui asesor de la editorial Novaro.

“Seguí escribiendo, me buscaban para publicar, de tal manera que yo vi aquello muy natural, me pedían poemas para revistas, para editoriales y lo vi completamente lógico en mi vida y así he seguido escribiendo. Luego fui conocido en otros países, viajo mucho. Mi vida se tradujo en una manera de ver la vida a través de las metáforas.”


-Cuando Juan Gelman se refirió a su obra escribió que “las palabras son hijas de la vida”. Con esta idea en mente ¿Cómo ha sido su recorrido por las letras, la escritura? ¿Cómo ha sido esta vida literaria que le ha tocado experimentar en 80 años?

“La edad de las personas no me interesa tanto, sino la manera en que hayan concebido la vida, la idea que tengan de la vida. Puedes ser un muchacho de 25 años, o un hombre de 75 u 80 años, lo que importa es lo que hayas asimilado de la vida, y esa es la proyección que va a tener para la familia, o si eres un maestro para los alumnos. Creo que así todo se ve muy natural. Yo he tenido la oportunidad de tener buenos grupos, buenos alumnos y sobre todo una cosa espléndida, que ha sido viajar mucho.

“Usted debe pensar, '¿pues cuánto dinero tendrá este escritor? Pero no, son invitaciones que me llegan gracias a que el nombre de uno va circulando en los medios intelectuales y se llega a ser conocido. Para mí ha sido natural, no es una cuestión de vanidad.”


-¿Cómo describiría su obra poética, cuáles temas le han interesado a lo largo de los años?

“El aspecto de la familia, de los hijos, de la esposa. Llo más cercano que uno tiene en la provincia es la familia. Los primeros poemas van dedicados para ellos.

“Y ya va uno extendiéndose en la comunidad, en los ámbitos que hay en los pueblitos y comienza a circular la verdad poética de uno. De pronto en una escuela te invitan y los niños recitan tus poemas para recibirte.

“En mi caso ha sido mucha naturalidad tanto en la poesía como en la forma de vivir.”


-Hay poemas suyos que recuerdan a Chiapas, pero también tiene poemas muy íntimos, que conectan pronto con el lector...
“Yo sigo la manera de hablar de las personas. Hay poetas que de pronto escriben con mucha naturalidad y de pronto se creen que son grandes, que pueden innovar la poesía, hacer poemas difíciles y la gente de a pie no los entiende.

“Yo creo que la naturalidad de la poesía es escribir con las metáforas, con las imágenes que escuchamos del pueblo. Entonces el pueblo lo asimila y lo hace suyo, al rato ya ni se acuerdan ni quién es el autor de ese poema, lo hacen propio, lo hacen de la familia. Eso es muy bonito.”



-Usted convivió con Rosario Castellanos, Octavio Paz y muchas de las voces que marcaron la poesía mexicana del siglo 20 ¿Ahora, cómo ve a los nuevos poetas nacionales?

“Los jóvenes están trabajando bien, los grupos de poetas en la Ciudad de México, en la provincia, en el norte ya no se diga.

“Creo que la poesía nos da la oportunidad de identificarnos, y hay una parte muy bonita, que a través de la poesía la gente se hace buena, la poesía detiene a muchas personas, evita actos de maldad.

“La poesía forma parte también de la humildad que uno debe tener con los demás.”


-Juan Gelman sostenía que él debía esperar a la poesía, la inspiración para escribir algunos versos, y de ahí ya se ponía a trabajar en el texto ¿Cómo es su trabajo al momento de escribir un poema?

“Lo que usted dijo es muy cierto. La poesía llega sola, uno no puede andar a la búsqueda de las imágenes, como en la prosa, en el cuento o la novela, si no que la poesía llega sola.

“A uno las imágenes lo ganan, lo estructuran, lo cambian, y sacan la parte noble que se tiene y que el lector o el que escucha el poema lo asimila y lo hace suyo.”


-¿Sigue trabajando, escribiendo...?

“No tengo otra. No tengo otra más que escribir poesía, no todos los días, pero sí por etapas. La poesía nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos, y así encontramos la realidad con la familia, con los amigos. Uno ve la vida de manera diferente, y sobre todo con un aspecto de bondad, que es de los aspectos más hermosos que tiene la poesía.
“En los pueblos donde abunda la gente que escribe, que lee poesía, la gente no es mala, tiene una gran nobleza y eso lo puede ver en los pueblitos del país. La gente cuando hace una reunión, cuando tiene más de una copita encima, termina con la poesía, hacen poemas, los improvisan. A través de las imágenes de la poesía se puede conocer al prójimo, y conocer al prójimo es conocer un pueblo.”

*Este texto forma parte del libro La Casa Abierta, Conversaciones con 25 Poetas (Secretaría de Cultura de Coahuila, 2016)

viernes, 17 de marzo de 2017

Derek Walcott: Poesía y Caribe


Una vieja crónica de la visita del poeta Derek Walcott a Monterrey, en noviembre de 2007, con motivo del Fórum Internacional de las Culturas.
--

Es en un antiguo almacén, que hoy se transforma en un recinto pequeño y acogedor, en donde se escucha la voz impregnada de sol, de oleajes infinitos, de hombres y mujeres que cargan en el pecho el canto africano primigenio. Es en el Museo del Vidrio donde resuena la voz grave del poeta Derek Walcott.
    El Caribe se hace presente en la clausura del ciclo “Los Poetas en el Fórum” cuando Walcott ofrece a los asistentes sus raíces antillanas, ricas en mezcla, en calidez y desenfado.
El escenario no podía ser mejor para este alquimista de la lengua inglesa, justo al lado del recinto están los hornos, en donde todavía resuena el antaño crujir del fuego, forjador del vidrio. Pero aquí   Walcott forja algo igual de hermoso y frágil, son los versos los creadores de imágenes sinuosas y maleables que, al igual que el vidrio que se exhibe en las galerías, se transforman en objetos caprichosos cuajados de aristas y recovecos, de asombro y fantasía, de rincones fríos, oscuros e íntimos.
   Después de las presentaciones de rigor, de la semblanza emotiva realizada por la escritora Jeannette Lozano, el poeta repasa los textos que fabricó a la orilla del Caribe, con sabor a sal y puerto e impregnados del vaivén de ese mar que lame tierno las playas de Santa Lucía, en donde Walcott abrió sus ojos al mundo hecho de arena clara, de versos y teatro, de ritmo Caribe.
   El escritor se levanta y camina lento hacia el podio, pero el vigor aún acompasa el andar de este hombre de 77 años. El aura de Premio Nobel de Literatura pasa a un plano secundario cuando dice en un inglés claro y grave, con una chispa de picardía en la mirada: “Voy a leer ‘Omeros’, que es un largo poema de 300 y pico de páginas… voy a leerlo todo, si les gusta la poesía seguro se quedarán y quien lo necesite puede ir al baño”.
    El público ríe feliz y Walcott declara que aunque no tiene muchas conexiones con la poesía en español y que existen pocas traducciones de su obra, considera un placer compartir los fragmentos de una historia que, como en la “Iliada”, comienza con la rivalidad por el amor de una mujer.
   “Vivimos siempre en exilio por la historia y la conquista. Los que vivimos en el ‘Nuevo Mundo’ tenemos que ir a nuestro pasado, a nuestro origen, para algunos es España, para otros es África”, dice antes de sumergirse en la lectura de su poema épico “Omeros”.
   Los cerca de 100 asistentes se hunden en el testimonio de Omeros, este contador de historias que evoca el nombre de Homero y quien narra a través de una suntuosa invención verbal la historia de Aquiles, el héroe, el pescador antillano, el amante de Helena, quien es devuelto a la tierra de sus antepasados, en la costa occidental de África.
   “El peor crimen es dejar a un hombre con las manos vacías. / Los hombres nacieron creadores, con ese candor originario / de cada creador desde Adán”, lee Walcott ante el azoro de una audiencia que lucha por atrapar esa épica que se esconde en cada verso, que remite a Troya, a los dioses y las grandes batallas.
   El poeta transforma en versos el trópico infinito, la pérdida de la libertad y del terruño, el crepúsculo que muere ámbar en el mar; el amor que siente Aquiles por Helena, una negra criada antillana de belleza dolorosa y punzante, poseedora de un rostro en que los dioses “consagran toda la belleza de una raza”.
   “Sin embargo, sentían que el viento de la mar los enlazaba en una sola / nación de ojos y sombras y lamentos fundidos. / En el único dolor que es inconsolable: la pérdida de la costa propia”, relata Walcott sobre la guerra perdida de estos pescadores, de estos hombres “que lloraban por las cosas pequeñas, tras hacerlo por las grandes”, que veían como su mundo se conmovía y empezaba a disolverse.
    Las manos de Walcott tiemblan al ritmo pausado de su voz grave que canta este himno del Caribe, de la tierra que recibe el golpe de los asteriscos de lluvia, que ve partir a Héctor para sumergirse en su tumba marina, que acoge a un Aquiles triunfal, con las manos enguantadas de sangre y con las redes repletas de pescado.
   “Canté a nuestro vasto país, la mar Caribe. / Que odiaba los zapatos, cuyas suelas tenían grietas como una piedra, que era pausado con las amarras, que nada más tenía un traje, // a quien ningún hombre osaba insultar y que a nadie insultaba, de sonrisa abierta como la cresta de una ola que rompe, pero cuyo ceño era creciente masa de nubes”.
    Walcott le canta al discreto Aquiles, hijo de Afolabe, y a un lenguaje que contiene su propio remedio a la aflicción brillante que embarga el alma caribeña.
   El poeta lee los últimos versos de esta odisea antillana, y los asistentes se despiden de Helena, de Aquiles, de los montes cambiantes de las olas, de las guirnaldas de algas, de las golondrinas negras que dejan un mal presagio en el corazón.
   “La luna llena brillaba como una rodaja de cebolla cruda. Cuando dejó la playa, la mar aún seguía siendo ella misma”, finaliza Walcott.
    Quienes escuchan la desmesura, el color, el gozo de este maestro de la lengua inglesa con sabor caribe, no son más ellos mismos. La rabiosa reflexión poética de Derek Walcott transmite la alegría vital que late en cada fragmento revelador de una escritura que le pertenece a todos.
   Con sonrisas, abrazos y firmas, el escritor se despide con el mismo candor con el que recibió el Premio Nobel en 1992, mientras hordas de fotógrafos lo perseguían hasta un Donkin Donuts en donde alzó los pulgares triunfante, señalando la buena calidad de las donas, aunque el mundo entendiera otra cosa cuando miró el rostro de ébano luminoso que sonreía franco a la lente.
   Este hombre que acudió a Granada y le rindió homenaje a Federico García Lorca, que publicó su primer libro a los 18 años, se despide de las montañas regias, pero antes deja el testimonio de un alma que privilegia la intuición sobre la razón, que tiene fe en el hombre, en sus proezas y en el amor que se forja con arena, espuma y palabras.