miércoles, 10 de febrero de 2010

El amor dichoso no tiene historia



“Caballeros, ¿os gustaría oír un bello cuento de amor y de muerte?”. Con esta pregunta da inicio una de las historias de amor que marcó la literatura de occidente, narración que nos habla del anhelo, de la búsqueda, de la pasión ligada al sufrimiento. En la primera frase de Tristán e Isolda encontramos dos temas universales que han hechizado a la humanidad desde hace miles de años: el amor y la muerte.

Si bien estas cuestiones no conforman la totalidad de la literatura, sí son presencia imprescindible en las viejas leyendas, los mitos cosmogónicos, las bellas obras literarias y poéticas, y claro está, las canciones populares que escuchamos una y otra vez.

La leyenda de Tristán e Isolda no puede ser rastreada hasta sus orígenes, probablemente porque la narración de dos amantes separados por la adversidad ha estado presente en todas las culturas.

”El amor dichoso no tiene historia. Sólo pueden existir novelas del amor mortal, es decir, del amor amenazado y condenado por la vida misma”, establece Denisse de Rougemont en su obra Amor y Occidente, un extenso ensayo sobre las distintas obras que abordan el tema amoroso.

”Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos, ni la paz fecunda de una pareja. No es el amor logrado. Es la pasión de amor. Y pasión significa sufrimiento”, sostiene Rouegemont.

Esta definición aparece en la mayoría de las novelas que utilizan las contrariedades del amor como el eje de su trama y, El Doctor Zhivago, escrita por el ruso Boris Pasternak, es una digna heredera de la narrativa amorosa.

Esta novela vio la luz en 1957, en la cúspide del socialismo y la guerra fría, sin embargo, lleva el siglo 19 a cuestas. La obra cumbre de Pasternak habla de una Rusia que se busca, que pasa de ser dominada por los zares al yugo del régimen socialista.

La miseria y el temor de los desprotegidos, de los marginados que viven en callejuelas, de los campesinos que luchan en guerras que no entienden, son el marco donde se desarrolla la historia de amor entre el doctor Yuri Zhivago y la enfermera Lara.

Con una sutil ironía, el ganador del Premio Nobel de Literatura —que jamás aceptó por miedo a que lo expulsaran de su país— arma una novela apasionante acerca de la naturaleza misma del amor, y cómo éste puede colocarse en la encrucijada entre la racionalidad y la locura.

El relato se convierte en una crónica inquietante de los terrores y obsesiones más íntimos no sólo de los personajes involucrados, también del lector que se vuelve confidente y cómplice de aquellos que desean escapar al ojo todopoderoso de la guerra, de la fatalidad, de la muerte.

Los personajes viven en la incertidumbre, sus vidas están marcadas por los encuentros azarosos, las casualidades furtivas, las separaciones. Situaciones que reflejan la incertidumbre y desconcierto no sólo de la vida de estos seres imaginarios, también de los rusos mismos.

Esa fatalidad que se respira en la obra del maestro ruso Fiódor Dostoievski, que parece arraigada en el estoico espíritu ruso, es una constante en los personajes entrañables descritos con maestría por Pasternak.

Lara y Zhivago viven el amor en medio de una guerra que terminará por separarlos, pero mientras ambos vivan evocaran la cabaña perdida en el bosque, donde a través del amor encontraron una respuesta en medio del caos.

Pasternak nos ofrece una perfecta historia de amor porque, desde el inicio, el lector sabe que la miseria se abatirá inexorablemente sobre Lara y Zhivago, condenados al sufrimiento, pero jamás al olvido.

viernes, 5 de febrero de 2010

Bajo una pequeña estrella

Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado
por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo
el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco
de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño
a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas
respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos,
cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica
porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas
y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.

Wislawa Szymborska

jueves, 4 de febrero de 2010

En la noche

De todas formas no hubiera durado.
La experiencia de los años me lo ha demostrado.
El destino puso un fin abrupto.
Fue breve ese tiempo
pero qué fuertes sus perfumes
y en qué cama espléndida estuvimos.
Y qué sensualidad dimos a nuestros cuerpos.
Un eco de los días sensuales volvió,
Algo del fuego juvenil que compartimos.

Tomé de nuevo una carta ente mis manos,
y leí y releí hasta que la luz se fue.
Melancólico salí al balcón
para cambiar mis pensamientos, por lo menos,
viendo la ciudad que amaba,
un poco de movimiento en las calles y en las tiendas.

Constantin Cavafis