lunes, 2 de julio de 2007

Cabaret y lluvia

Hace unos días tuve la oportunidad de presentar en Saltillo, junto a Miguel Gaona, el libro "Cabaret Provenza" de Luis Felipe Fabre. Fue una buena oportunidad para vencer el temor que le tengo a los micrófonos y para estar del otro lado de la mesa, para variar. A pesar de la lluvia que cayó toda la tarde, fue una agradable velada poética, para guardar en la memoria.
Transcribo el texto que leí sobre Cabaret Provenza, en verdad un libro que vale la pena visitar, editado por el Fondo de Cultura Económica.


Sobre Cabaret Provenza

Octavio Paz sostenía que la poesía transforma la vida, pero “no piensa embellecerla como piensan los estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, la poesía procura hacer sagrado al mundo; con la palabra consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia”. Si la palabra describe al mundo, la poesía lo revoluciona.

José Agustín Goytisolo estaba de acuerdo en que la poesía no es de quien la trabaja, sino de quien la necesita. Y ahí estamos pues los lectores de poesía, buscándola para que nos ayude con ironía y belleza, con rabia y generosidad, con furia y arrebato, a seguir tratando de entender al mundo, a los demás, a nosotros mismos.

Luis Felipe Fabre brinda esta poética vivencial, que busca en el lenguaje, en la reinterpretación y creación, los signos adecuados para expresar las cavilaciones y experiencias humanas.

El autor construye sus versos con distintos materiales. La piedra que cimenta cada uno de los siete apartados de su libro, Cabaret Provenza, no es la misma, pero proviene de la misma cantera: el espíritu.

Es en el trajín diario de Jack Mendoza, —“vendedor de biblias, soltero, 57 años/ nunca aprendió a tocar el violín”— o en los textos conjuntados en el apartado “Vacas Flacas”, donde el lector ve desfilar ante sí a personajes con los que nos topamos todos los días, que rozamos en la parada del camión, escuchamos en el supermercado o hemos visto trabajando, golpeando cansinamente las puertas de una calle que luce infinita.

Empleados, amas de casa, desamparados, ardidos, perdedores, todos cargando su humanidad a cuestas. El poeta no sólo describe a estos seres ordinarios, los exhibe con ironía bajo una luz potente, que no permite que se esconda defecto alguno.

Ante el lector aparece la imagen de Jack Mendoza sentado, solo, en un taburete dentro de una sórdida cafetería perdida en medio de la carretera. Y afuera, en el cielo de este personaje entrañable, brilla el verso que estremece: “y la luna es un plato roto que una mesera arrojó/ por la ventana”.

Gracias a un lenguaje austero, que linda en ocasiones con la prosa, se crean versos que describen el pathos angustiado del hombre moderno, la demoledora certeza de su soledad en un universo torpemente entrevisto y en todo caso incomprensible.

Pesimismo corrosivo y brillante que realza el elemento cómico a expensas del más visiblemente maligno. Situación que puede observarse en poemas como “Investigación de Mercado”, “Vida Quieta“y “Nota Roja”.

De este último cito:

“Diéronle a elegir entre el dinero o la vida: aseguran
los testigos. Pero la señora
no tenía: lleváronse el monedero sólo de recuerdo:

el monedero vacío: emblema del estómago:
le robaron su pobreza: le obsequiaron
una bala: joya al incrustarse en una carne que nada
poseía”.

Pero también aparece el poeta que utiliza la palabra como juego y divertimento, como filosofía lírica. Lamento, festejo, charco de agua turbia en el que se reflejan el alma, los sueños, los deseos, las operaciones secretas del espíritu en busca de refugio.

No se puede evitar la sonrisa ante el guiño que hace el autor con textos como “Bestiario Político”, que tiene como protagonista al siempre popular chupacabras —”el pariente pobre del vampiro”, “zorro con alas de murciélago y garras de priísta”, “la alegoría más temida del ejido.

“Los Ardidos” y “Canción Ranchera” también despiertan inmediata simpatía, y ganas de acompañar la lectura de sus versos al son del corrido norteño y con una botella de tequila en mano.

De “Canción ranchera” la primera estrofa es memorable:

“Le llaman el Anticharro: el Mariachi del Apocalipsis:
tiene pacto con el Diablo; nexos con el narco
y un chayote medianito en vez de corazón:
ay, en vez de corazón”.

La multiplicidad del mundo se traduce en la multiplicidad de temas que pueden encontrarse en las páginas de Caberet Provenza. Fabre le da espacio a las Vacas Sagradas, a los juegos verbales, a las piedras del camino que conduce a Comala.

El lector encuentra en estas páginas a un alquimista verbal, apasionado por la búsqueda de la verdad circundante a la que atrapa con fiereza para diseccionarla en carne viva, sin la asepsia de la mesa quirúrgica.

Después de las revelaciones vertidas por el idioma poético de Fabre, el lector aparece en calles ajenas, extrañas, pero llenas de promesas. El poeta entrega el escalpelo, es nuestra la decisión de utilizarlo.